sábado, 28 de mayo de 2011

SER CHUQUISAQUEÑO

Ser chuquisaqueño es cantar la cueca “Flor de Chuquisaca” mientras admiras los lilas tarkos del Parque Bolívar y los alrededores de las avenidas de Sucre, degustar un chorizo en las Siete Lunares con un ajicito padillense, comer los quesos frescos de Azurduy, tomar los vinos de Camargo, y guitarrear, y serenatear hasta el amanecer, hasta quedarte dormido bajo el regazo del Sica-Sica y el Churuquella.

Ser servicial con el gringo que te pregunta dónde queda el Che Ratón, porque le han contado de sus picantes mixtos; y eso que no se ha enterado aún de la sullka del Vergelito. Si viajaras tierras adentro, te atenderían de película con un churrasco a lo chaqueño en Monteagudo y Muyupampa.

Ser chuquisaqueño es pasear por el Inisterio en busca de su agua para la inteligencia y, si no la encuentras, hasta que aparezca, tomarte una chicha empulada de doña Panchita.

Desfilar en la fiesta patria de punta en blanco por la Plaza 25 de Mayo y después enfilar para el Patio, donde esperan las empanadas con refrescos. Más tarde llegará el mondongo y, de fondo, el ritmo cadencioso de don Román Romero o del piano inolvidable de don Fidelito Torricos.

Soñar despierto con la chispa de Luis Ríos Quiroga, escuchar los sabios consejos de Gastón Solares o del doctor Gabriel Peláez, dejarse llevar por la voz de Jorge Poppe en Horizontes o la solitaria quena de Joaquín Loayza.

Cómo no recordar los eternos sones de William Ernesto Centellas, que llegaban de la mano de Gregorio Donoso desde la radio La Plata, el pensamiento de Hugo Poppe Entrambasaguas, de don Gunnar Mendoza y de Joaquín Gantier, eterno custodio de la Casa de la Libertad. Y cómo no seguir esperando la vuelta de Gonzalo Gantier a las aulas universitarias, y de Eber Baptista a los micrófonos para que nos devuelva al entrañable Jorge Revilla Aldana.

Ser chuquisaqueño es ser fuerte como el cemento, añejo como un dinosaurio. Ser paciente como un roble, mientras esperas y esperas la materialización del nuevo aeropuerto.

Ser loco orgulloso de tu equipo liguero, del charango de Villa Serrano, el más grande del mundo; de la reina chuquisaqueña, la más hermosa de Bolivia.

Ser joven de espíritu y bolichear por la Nicolás Ortiz o la Avenida de las Américas, calentando motores que al día siguiente se agita la bandera a cuadros en el Circuito Oscar Crespo.

Pero nada como la roja y blanca, tu bandera. Nada como gritar capitalía no porque te obligan, sino porque el sentimiento regional te lo reclama. Nada como bailar con la fe puesta en la Virgencita o como escuchar a la voz inconfundible de Matilde Casazola en su recital poético  para, más tarde, celebrar todos juntos —locura de remate— cantando “Padillita de mi vida” hasta bien entrada la mañana.

En un día como hoy, cuando los sucrenses recordamos el primer grito de libertad, surgen un millón de recuerdos, de historias. Y las costumbres, pero más las tradiciones, afloran. Porque aquí florecen rojos claveles y se cultivan los sueños de Manuel Ascencio Padilla; aquí cabalga todavía la Juana con sus valentías; aquí susurra Jaime de Zudáñez la injusticia de que le persigan de manera implacable por no haber besado nunca la adulación. Aquí mismo, donde se producen los famosos chocolates Taboada y Para Ti; donde la cueca es conquistadora y el bailecito, atrevido.

La capital, como el resto del país, atraviesa por un momento de cambios. Aquí se ha fundado la República y aquí se ha levantado el templo de la independencia: La Casa de la Libertad; símbolo de la bolivianidad.

Hoy, más que nunca, los sucrenses debemos aferrarnos a nuestras raíces para proyectar nuestra identidad de hombres y mujeres con don de integración a todo el territorio nacional y así consolidar juntos, en paz, la unidad de Bolivia.

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